Adiós para siempre dijo, mientras se cerraba la puerta y escuché sus pasos desvanecerse por el sepulcral pasillo. Nadie escuchó esas palabras, sólo yo y las paredes; yo y los muebles; yo y el sucio de las horribles cortinas. El silencio y la soledad jugaban póquer sobre mi mesa de estar, ahora carcomida por las polillas, o algo así. Lo curioso de la mesa es que, según el protervo vendedor de la mueblería, nos duraría “toda la vida”. Decía, con gran entusiasmo y renuencia: “Esta preciosa mesa de la más fina caoba fue traída exclusivamente desde España. Es un objeto de colección. El artista que le construyó con sus propias manos falleció hace poco tiempo y les aseguro que le durará toda la vida.” Me estafaron, y ahora mi mesa de toda la vida se pudre en el estar de mi apartamento con lo que me queda de ilusiones, de ignorancia infantil y de razón para vivir.
Ahora camino por el recinto de mi apartamento. Trazo tenues elipses que se pierden en la infinidad con mi trayectoria, incierta para mí, como para las ratas que habitan mi edificio, denominación que incluye a los animales y a las bestias de mis vecinos. Su hijo cree que es músico, ha de tener más o menos nueve años de edad, y no deja el jolgorio en ninguna hora del día, como si viviera una feria sobre tu cabeza. La excepción se produce sólo a estas umbrías horas de la noche, donde sus padres, doña perfecta y don capricho, le han de haber obligado a dormir en su repugnante habitación, tan llena de juguetes, sin duda, para dar uno a cada niño desahuciado en esta isla maltrecha.
Me acerco a la ventana ensombrecida, esa que porta orgullosa la horrible cortina. Miro a través de ella y, ¡Sorpresa! Veo un costado sin ventanas de la enorme vivienda contigua, no hay espectáculo más deprimente e insípido, podría incluso cobrar por él. “La ventana averiada” “La pesadilla de todo vendedor de Bienes Raíces” “El horror de quien se entretiene mirando a la calle o al cielo azul” y lo mejor, yo soy uno de esos.
Adiós para siempre, no puedo olvidarlo, resuena vívido como un disparo, pero actúa como el veneno. Adiós, al decirlo, al escucharlo, siempre se considera el reencuentro. Pero esta vez el adiós se abraza, clava sus garras torcidas en un escueto y negro para siempre.
Mi corazón late con fuerza, o forzado, es algo que no defino, pero sé que late, lo sé. Miro a la pared de la vivienda contigua y desearía moverlo de ahí y buscar consuelo en las estrellas, pero ellas no acudirán a mí, nada lo hará, nada podrá llegar. Miro hacia arriba sacando mi cabeza por la ventana, veo el estrecho sendero entre las edificaciones y por fin, observo el cielo. Decepción, solo diviso grises nubes de invierno que me recuerdan lo que nunca tuve, lo que siempre la vida me negó y yo aceptaba con resignación. ¡No más! Deseo luz de las estrellas, deseo que la naturaleza me entregue su luz bella, la luz de la esperanza. Desprecio estas luces creadas por el hombre, desprecio su repugnante luz amarilla, esa luz que es desperdicio del demonio. Tomo mi zapato y rompo todos los bombillos con un golpe de la suela. Victoria, vencí la obra del demonio.
Quedo remilgado en la oscuridad, absuelto, siento mi corazón más tranquilo. Me siento sobre mi mesa de toda la vida y las patas aúllan de dolor, las ignoro, ya no importan más, solo importa esta libertad efímera, esta paz rauda, falaz quizás, tristemente ambigua.
En ese momento percibo la tonada de una canción que no identifico, la tarareo, sé que la conozco, sé que me gusta, sé que es de aquellas épocas arcanas en las que fui feliz. Todo llega a mí en un pestañear y recuerdo. Recuerdo que se inspiraba en la leyenda de Ícaro. Dédalos, el científico y su hijo, el buen Ícaro. Ícaro el que voló cautivado y llegó tan cerca del sol, le envidio. Canto la canción, “Vuela en tu rumbo, como un águila. Vuela tan alto como el sol.” La luz del sol debió cubrirle, debió sentirse libre. “Vuela en tu rumbo, como un águila, vuela y toca el sol.” Debió sentirlo entre sus manos y luego caer, caer… hacia el infinito.
Saco mi encendedor de mi bolsillo, no fumo, sólo me gusta ver la llama arder. Lo abro, enciendo y observo la llama. Debo ser realmente libre, debo ser realmente valiente. Observo la amalgama de colores de la flama, esa área donde la mecha arde. Libertad, la palabra resuena en mi cabeza. Aprieto mi mano en el encendedor. “Vuela y toca el sol.” Sé lo que tengo que hacer, sé como ser libre, lo sé… ¿Lo sé? Cierro mis ojos y aún observo la llama, el efecto óptico perdura, mantengo el encendedor con la llama alta, mis ojos siguen cerrados. Ya no siento el encendedor en mi mano, el efecto óptico resplandece cada vez más. Siento el sol, lo toco, soy libre. Abro mis ojos y veo como los mustios muebles arden, las horribles cortinas por primera vez lucen hermosas, refulgen con una maravillosa danza, pero la pútrida mesa sigue allí, entre el fuego. “Para toda la vida”, ¡Su madre! Arranco la cortina y se la arrojo con rapidez. Todo arde, incluso yo. Adiós para siempre, ahora las palabras tienen sentido, te fuiste y creíste haberme arrebatado la libertad, todo para darme cuenta que nunca la tuve hasta ahora. “Vuela y toca el sol.” Ahora yo soy el sol, ardo, doy luz, doy calor, yo soy vida, soy la verdad, ardo, ardo más. Ahora conozco la genuina bondad. El silencio y la soledad giran a mi alrededor, junto a la locura, la fe, la belleza, el temor, el sonido, la razón y el amor. Son mis planetas, son yo, ardo, ardo más. Mi cuerpo deja de responder, la luz me cubre, me besa, me ama… y todo acaba.
Fin
Viernes, 1 de mayo de 2009. Costelo Landró.