Para usted, mi lector:

"Y los ángeles etéreos rehuyeron a sus hermanos abismales y con hipócrita agonía arrancaron sus extremidades anadeantes y consumieron sus esperanzas de llegar algún día al lugar del que fueron echados como despojo divino. Lo bueno es que, aún en el fondo, pueden haber momentos plácidos."

miércoles, 28 de abril de 2010

Indiferencia


Sus dedos habían sido siempre muy grandes y me tomaban como si fuera un muñeco o un niño. Me arrojaba hacia el cielo y me atrapaba de nuevo.

Pasaron semanas en las que el sol calcinaba las viviendas del poblado y exterminaba la vegetación, creaba incendios y un terrible mal humor. Pero sus grandes dedos sirvieron de sombra para más de uno. A veces nos encontrábamos preguntando en voz alta si pertenecía a la raza humana. Parecía más bien un ser mitológico, una criatura de cuentos. Tal vez un señor de los bosques.
Gracias a él las viviendas fueron frescas, la vegetación sobrevivía, los incendios fueron escasos y aislados y el mal humor se apaciguó en la agradable sombra de sus dedos.
Luego llegaron las grandes lluvias. Muchos de nuestros conciudadanos buscaron en el libro sagrado un motivo para tal inclemencia del clima. Otros, más prácticos, hablaban de venganza planetaria. Él hablaba de paciencia.
El agua entraba por todo agujero descuidado, las casas se vieron rápidamente más mojadas que el exterior. Luego todo parecía un gran lago y ya no se divisaban pies ni zapatos.
Él, al ver el barullo, entrelazó sus dedos y nos llevó a todos, incluso a él mismo, en el arca más singular que jamás se vio, llena de personas agradecidas, pero en cierta forma insignificantes al mundo.
Así vivimos y morimos, con aquel ser de grandes manos, protegidos por su bondad inapelable y justa.
Aún así, los jóvenes se fueron a las grandes ciudades y olvidaron al gran hombre y lo que sus manos habían construído. Los mayores morimos aquí, y uno por uno fuimos sepultados por sus grandes dedos, hasta que sólo quedé yo. Y cuando pensaba que iba a exhalar mi último aliento, aquel gran hombre calló de bruces y murió.
En un pueblo fantasma, al sur, se encuentra un caserío rupestre y vacío de cadáveres agradecidos y olvidados, y un gran árbol nació de cada tumba, excepto de la tumba del gigante, de la cual creció una montaña. Tal vez indicándonos la grandeza de su existencia, como un monumento eterno y protector de los vivos.
Incluso yo morí, y como no tenía quien me enterrase, de mi hogar creció un gran pino que hizo estragos en el techo y creció tanto como los demás árboles. Hicimos un bosque que nadie visitaba, y que incluso nuestra sangre miraría con indiferencia, pero eso no importaba. Todos los que nos habíamos quedado, 13 familias en total, aprendimos la importancia de tener manos capaces de construir.