En los inicios del mundo, la voluntad suprema creo a un ente del cual luego tomó su forma física propia. Este ente, frente a todos los seres, se sintió superior, y esta superioridad le dio poder, por sus voluntades, para alterar el orden y tesitura de lo etéreo en el universo. Cada eclipse, estos seres hacían grandes ofrendas malsanas al padre supremo, sacrificando a sus críos y los críos de los seres a los que consideraban inferiores, transmutándolos en sirvientes de sus designios. Estos reyes egocentristas se autodenominaron humanos y tomaron esta palabra como sinónimo de virtud, todo pergeñado a su voluntad, todo obra de la fuerza que ejercían sobre el universo que les había creado.
Genoah era uno de esos, seres de la voluntad, cuyo universo gira en torno. Él acudía diariamente al tope de la gran montaña Dehorlí, cuyos deseos le habían bautizado de esa manera, a sentirse un poco más cerca del éter y entregar sus ofrendas al creador de toda sapiencia. Todos los días, a una hora contrastante en símil, Genoah recorría aquellos senderos abruptos y al alcanzar aquella cima ensimismada sentía cumplidos los designios de su padre eterno.
Un día, después de cuarenta años de rutinaria adoración, sintió el impulso inapelable de viajar, por las pétreas construcciones naturales, hacía una dirección azarosa, pero que él sabía llevaba a un destino de gloria. Gloria, buscada y amada, y ¿Qué gloria sería mayor a la entregada desde el cielo? Continuó sin tregua. El deber era más fuerte que el hambre, la sed, el calor; también mayor a aquella fuerza mágica del creador que impulsa los objetos hacia la tierra para que no podamos tocar siquiera el cielo en el cual habita. Los hombres, pensaba Genoah, existían para desarrollar el derecho a pisar aquel sempiterno azul, y a tal objetivo iban destinados sus esfuerzos, sus aspiraciones, cada día de su vida. Así, Genoah escalaba, surcaba, tramaba el contorno de sus sueños en medio de los picos terrosos y el patetismo de lo no habitado.
Esa mañana al despertar, entreabrió los ojos con lentitud, temiendo tal vez que no se abrieran. Se miró, mancillado, raspado hasta los tobillos. Sus pies mugrientos y manchados de sangre coagulada habían casi perdido toda sensibilidad. Sus ojos se encontraban en mal estado por igual. La luz en aquellos altos parajes era inadmisible y parecía reluctarle. ¿Acaso el cielo le despreciaba aún después de su vida de sacrificios y dolor? Sus manos ya carecían de carácter humano, su piel fue casi calcinada por el sol, y los buitres protervos se jactaban superiores en su cara. Ira, recelo, odio. ¿Cómo pudo Genoah, tan valiente, ser abandonado a su suerte por el señor? Trepó una empinada roca desde donde podría alcanzar, al fin, la cima más alta. La cima que toca el cielo.
La victoria estaba asegurada, se incorporó sobre el vestigio de roca e inhaló el aire sagrado. Miro el paisaje, la forma mística en que todo lucía tan pequeño, y comprendió por qué el padre eligió aquella fortaleza azulada como morada. Desde aquí, cualquier hombre podría sentirse dios, cualquier dios podría sentirse rey, cualquier rey podría sentirse alabado y poderoso con tan solo aquella perspectiva del todo.
El viento arreció con violencia, su cuerpo se sintió tambaleante ante la nueva adversidad. Estaba cansado, exhausto, en el límite de su humanidad, besando los pies del desenfreno y el caos. Se sostuvo como pudo, pero sus manos y pies no reaccionaron coordinadamente. Aquel improvisado tifón le arrancó de aquella cima y lo llevó lúdicamente veinte metros contra una roca conocida, una de las tantas a las que se había aferrado con esperanza. Su cuerpo se despedazó, pero aún continuaba con vida, observaba todo el escenario carmín y se percató de algo que hubiera deseado saber con antelación: los caminos de la gloria desembocan fatalmente en un féretro sanguinolento, en un negro agujero en la herrumbrosa tierra, en una caída desde el tope del mundo, desde donde dios observa su reino. Genoah, embullido en aquel dolor de huesos y carne, creyó vislumbrar la aparición de alguien o algo, nacido de aquella luz incandescente, frente a su mórbida figura. Genoah le observó largamente hasta tomar fuerzas y decir en una mezcla de llanto y desesperación:
-¿Eres tú la prueba de mi victoria? ¿Eres tú, ángel amado, luz segadora, la prueba de que merezco un lugar entre los tuyos en el reino del señor?
El ángel le miró con cierta mescolanza de convalecencia y vergüenza, respondiendo, en armonía resonante:
- ¿Quién ha sido el responsable de su ceguera, Genoah? Dios no otorga cielo a los de tu clase. Nuestro padre eterno no ha pensado en ningún destino fuera de este mundo para ustedes, hijos, esencia del divino. ¿Por qué ha decidido engañarse? Gracias a ello su existencia ha sido en extremo interrumpida. Su carne ahora será alimento de buitres y sus huesos se volverán polvo de las montañas. Ahora, gracias a su ofuscamiento, Genoah dejará de ser.
Los ojos de Genoah se llenaron ahora de lágrimas y sangre.
-¿Entonces mis acciones no fueron guiadas por ningún atisbo de eternidad? Si todo fue un juego de mis sentidos, sin duda he de ser el mayor de los idiotas.
Para lo que el ángel respondió.
- No sea tan duro con usted, pues la naturaleza del hombre se balancea entre sus sentires exteriores, los sentires blasfemos, e interiores, aquellos sentimientos que lo condenan. El hombre es un ser inconforme que siempre busca lo que está más allá de la cordillera. Usted no es el mayor de los idiotas. Es simplemente humano. Sus acciones fueron guiadas por la curiosidad y esa curiosidad logrará grandes cosas a través de los siglos. Pero usted y su camino terminan aquí, Genoah. Olvídese de vivir, pues su camino erró y perdió su oportunidad sobre la tierra. Ahora su energía se dispersará y regresará al caos para continuar el ciclo interminable de novelesca entretención.
La sangre emanaba en increíble cantidad. Genoah Terminó agazapado en un lago carmesí y cuando las palabras del ser concluyeron, parecieron condenarle a la oscuridad de la muerte. Genoah no volvería a este mundo, Genoah murió y desvaneció para siempre. Nadie recordaría a Genoah y así, él perecería verdaderamente en la eternidad.
Fin
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