Sobre una montaña enhiesta que se yergue como una gran nariz puntiaguda habitaba un dragón de escamas plateadas y resplandecientes, reposando sus eternos días, compartiendo el viaje del tiempo, sabiendo que todo por debajo de sí le pertenece.
Con ojos que ven más allá que ojos de elfo, observó a las pequeñas criaturas que dejaba poblar su mundo, construir palacios, derrumbarlos y volver a construirlos, en un ciclo humano e interminable. Vio bosques desaparecer y reaparecer, consumiendo todo vestigio dejado por aquellos pálidos intrusos y cargarlo de su propia estética y color. Vio pueblos en llamas refulgir como estrellas en noches frías de ónice, como ébano y luna de marfil. Vio, por eones, líneas dibujadas que sólo las lograban ver los hombres y que separaban sus hogares con recelo y desconfianza. Todo eso vio en un ciclo infinito, como él mismo, e incluso pudo verlo en otras realidades, en mundos de espejo, en nubes ardientes de carbón; pues era una criatura más que material y las barreras y puertas no podían detenerla, fueren cuales fueren.
Luna de Plata, como solían llamarlo las piadosas, era el último de su clase sobre una tierra dominada y limitada por la ciencia y al mismo tiempo la ignorancia, donde los seres como él perdían su fuerza y caían por el velo de la realidad a otros mundos más arcanos, de sueños primitivos y místicos. Pero no Luna de Plata, pues entendía que los reyes no abandonaban sus reinos.
Aún recuerda él cuando los bosques estaban plagados de sueños andantes, llevando su esencia por los confines del mundo, siendo parte de él. Ahora sus memorias son el único vestigio de aquel reino mágico que olvidó a su soberano.
Pero nadie recordaba más que Luna de Plata, todas sus escamas guardaban el último atisbo de magia del mundo, una magia que muchos pensaban ya estaba extinta.
Y así era como, a kilómetros de aquella montaña casi infranqueable, un reino corrompido por la avaricia de los hombres discutía el destino de lo que sería el mundo que consideraban suyo. Éste había sido próspero y bueno con sus habitantes, pero pronto se verían enfrascados en una difícil tarea. El rey y sus consejeros temían a lo que desconocían; a lo que podría ser una amenaza para sus planes... Así, iniciaron una intensa campaña, ofreciendo grandes riquezas y honores a quien pudiera exterminar al último dragón: el último despojo del viejo mundo y el último obstáculo para el reinado de los hombres.
Las propagandas iniciaron exponiendo los grandes premios que recibiría el asesino de dragones... pero a la larga se convirtieron en excusas sensacionalistas, en mentiras sobre una maldad que Luna de Plata no poseía, de princesas raptadas y devoradas, y madres de oro y riqueza esperando al valiente héroe que pudiera exterminar a la bestia. Hablaban de fauces carmesí por la sangre de los inocentes, de que era un demonio en la tierra, de su apetito por los bebés recién nacidos e incluso cotejaban una supuesta relación entre el mal tiempo, la mala cosecha y la cercanía de "el demonio blanco". Pero la realidad es que aquel dragón, por más peligroso que se viera, no dejaba su montaña, no buscaba princesas ni oro ni devoraba bebés ni era un demonio... Luna de Plata tan solo quería preservar lo que representaba su existencia y no necesitaba nada más que eso.
De todas formas se vio atacado, una y otra vez, por insignificantes humanos protegidos por pequeñas hojalatas y grandes cuchillos, amenazándolo como un mosquito amenaza a un elefante. Solos o acompañados, o incluso en pequeños ejércitos, fueron a tratar de acabar con él, pero muy pocos podían aguantar el camino infranqueable que representaba llegar a su morada.
Pero los hombres eran astutos y obsesivos, y creaban cada vez herramientas más modernas para lograr su cometido y exterminar lo que no comprendían, ya fuera por avaricia, miedo o amor.
Las distancias entre el dragón y los hombres se fueron achicando y el desenlace de aquel asedio era se presentaba al horizonte. Pronto Luna de Plata se vería cara a cara con sus perseguidores y debería tomar una decisión. Era para él bien sabido que exterminar su esencia sería una tarea ardua y gastadora, pero no imposible, pues aunque era inmortal no era invencible y no poseía la agresividad innata de otros miembros de su especie ausente; en su naturaleza no estaban presentes la violencia o el desenfreno: esas eran actitudes más pertenecientes a humanos y criaturas de herencia inferior. Así fue que Luna de Plata decidió esperar en paz la llegada de sus ejecutores, erguiéndose sobre la pequeñez de éstos como el soberano que era de toda la tierra.
Para mantener la esencia mágica en el mundo, Luna de Plata escondió siete de sus escamas en siente diferentes puntos donde los hombres rehuían por sabiduría o ignorancia, y donde la magia había corrido en libertad en tiempo atrás. Las enterró como si sembrará semillas de esperanza. Visitó las ruinas abandonadas de los reyes élficos; se sumergió en las cascadas ascendentes; reposó en las amplias galerías de los señores de piedra, con sus vistosos murales y su arte de exquisito gusto; encontró, sin esperarlo, los diminutos vestigios de una ciudad de Leveluns (pequeños duendes de las hojas) que habían desaparecido hacía ya 300 años; se sumergió en la Meredith, la antigua ciudad de las sirenas; entró al corazón de un volcán que había sido por siglos el centro mismo de la magia ígnea; y visitó el lugar donde había nacido: una hermosa cueva de cristal que antes vibraba de energía y belleza, y que ahora era sólo un reflejo apagado de un pasada gloria. Al concluir sus viajes, Luna de Plata volvió a su lugar en el pico más alto y esperó tranquilamente la llegada de quienes pretendían acabar con la magia del mundo.
Los hombres descubrieron herramientas y crearon máquinas para trepar más rápido, para herir más profundo y desgarrar las heridas ya abiertas; así lo hace el ser humano toda vez que se ve en la necesidad de luchar: su imaginación y creatividad llegan a lugares insospechados y moran allí por los fines equivocados.
Después de mucho errores se vieron en la cima, observando el mundo en su pequeñez, sintieron sus pechos apretarse en sentimientos que no comprendían. Pensaron, en una sola conciencia, que al morar aquí, el dragón demostraba su superioridad. El miedo y el rencor que habían sembrado creció en sus corazones.
Entonces los hombres blandieron sus armas y cañones, fabricados especialmente para esta batalla épica. Aquel batallón exterminó al dragón con fuerza y ferocidad más allá de este mundo, mientras el dragón acepta y comprende, sintiendo pena, no por su situación, sino por sus pequeñas almas. Fue entonces que Luna de Plata selló con su sangre el destino de la magia.
Al concluir su labor heroica, los hombres se sintieron satisfechos, habían acabado con la mayor amenaza de su especie (o así creían) y habían convertido en opacos platillos los blancos orbes de sus escamas. Pero de repente, aquella pronta satisfacción se desgarró en aullidos de pena, pues repentinamente sus ojos podían ver luz y belleza y apreciaron la noble bestia en su fin inmerecido; como si lo que fue invisible hasta ese momento se hubiera hecho visible por alguna razón misteriosa.
Todos, sin excepción, prepararon una tumba digna para tan bella criatura, la última de su especie en el mundo. En el tope de esa montaña, un pequeño faro fue encendido y en la piedra fue tallada la insignia: Aquí murió gran parte de la belleza del mundo.
Se dice que aquella llama nunca menguó.
Aquella montaña alta y delgada pasó a llamarse Faro de Luna de Plata y su luz pareció apaciguar la oscuridad en los corazones de los hombres y avisar sobre una nueva era de luz que estaba a punto de comenzar.
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Epílogo~
A muchos kilómetros de distancia, en una profunda cueva, un hermoso retoño surgió de la tierra, como lo hacen las semillas nacientes, abriéndose e iluminando aquellas viejas rocas con luces iridiscentes, como si una aurora boreal se hubiese liberado de él, y de entre aquellas hojas blancas y cristalinas, como si de magia se tratase, surgió un gran y hermoso huevo de plata.
Fin