Para usted, mi lector:

"Y los ángeles etéreos rehuyeron a sus hermanos abismales y con hipócrita agonía arrancaron sus extremidades anadeantes y consumieron sus esperanzas de llegar algún día al lugar del que fueron echados como despojo divino. Lo bueno es que, aún en el fondo, pueden haber momentos plácidos."

jueves, 3 de enero de 2013

Gravedad


La Luna y el Sol no son protagonistas extraños de la mitología y la fantasía, pero también son los protagonistas de esta historia que comienza en el solsticio de invierto, cuando la sociedad primitiva empezaba a adorar las estaciones como seres supraterrenales e imponentes.

Luna, como siempre, femenina y misteriosa, surcaba los cielos y las nubes como un dedo que dibuja en la arena; con delicadeza etérea y sin más razón que la de andar por el camino que le fue destinado. El Sol siempre la veía, hermosa, cabalgar en su carruaje de corceles de plata, con su blanca faz dirigida hacia la Tierra, enamorada de sus montañas y mares y de sus nubes, sobretodo de sus nubes, porque no había nada más hermoso en  toda esa galaxia: por eso ella lo había escogido.

Pero el Sol la quería, la observaba desde su trono, sin poder acercarse más allá de su lugar gravitacional, de su lugar en el cosmos. Odiando cada segundo de ello, imbuido de amor. ¿Soy un rey o un reo?, se preguntaba con motivos. Cuánto amor le profesaba y cuánta distancia los separaba... millones de kilómetros, cientos de miles de palabras no dichas, de conversaciones inventadas, de un amor que ni siquiera se conoce a sí mismo. Estaba el sol tan perdido en sí mismo que se sintió brillar menos, incluso podría decirse que se apagó por unos segundos para sopesar su pena.

La Luna, en la distancia, tan bella, desconocía aquel torrente de amor y flamas que la deseaban a millones de kilómetros de distancia, pero que eran aún así visibles, cálidos y reales, iluminándola y haciéndola brillar como un espejo galáctico. Sabía de ese rey que dominaba todo en este rincón del universo, pero no sentía curiosidad, no volteaba la mirada más allá... ¿Para qué hacerlo?, se decía, si tenía a su planeta con ella... No era un ser como ella, no pertenecía a la bóveda celeste, era lo que era y nada más, pero lo amaba así, silencioso y repleto de pequeños seres que creen ser el centro del universo... Pero el centro no son ellos... es el rey solitario de las llamas: el Sol.

Así fue como la Luna se dedicó a admirar a la Tierra por eones y eones, observando cada pequeño cambio, cada navío añorante, cada vida de aquel mundo pasar, deseando en lo más profundo de su ser que aquel planeta carente de conciencia, pero desbordado de almas vivas, despertase una conciencia que la amara.

Pero el tiempo pasaba, las órbitas eran recorridas y aquel extraño orden del universo se mantenía intacto. Por millones de años la Luna observó a la tierra y el Sol observó a la Luna y el amor se mantuvo en caminos de una sola dirección.

Entonces el Sol, cansado, abandonó la conciencia de sus llamas y decidió dirigirse, inmaterial, al encuentro de su amada, atravesando el espacio con la presteza del que no carga nada innecesario, sus esfuerzos se vieron bendecidos con la imagen cada vez más presta de quien lo había cambiado todo; pero mientras más se acercaba, más notaba que perdía el control y que su esencia aceleraba en colisión con la fría atmósfera terrestre.

Nunca se había sentido tan indefenso, tan débil... y sintió que su alma ardía como una estrella fugaz. Cruzó de la ionósfer a la superficie planetaria a una velocidad ridícula y su caída le llevó, como un corazón llameante, al centro cálido de la tierra, donde se sintió extrañamente en casa y se fundió con las rocas, la lava y los metales; se hizo uno con la sal, con los diamantes, con los fósiles sumergidos en fosas insondables; con el oro, el niquel, el cobre, la plata, el cobalto y todo lo que en la tierra yacía; y luego los mares se hicieron suave caricia sobre su nueva piel y enseguida empezó a sentir cada pequeña vida que palpitaba y existía sobre la corteza de tierra y metales y entre las moléculas de hidrógeno y oxígeno de los mares. Todas esas almas al unísono, conectadas con la suya, en una sensación indescriptible y totalmente desconocida. Los elementos fueron víctimas de su excitación: algunos volcanes hicieron erupción y temblores, huracanes y ventiscas cubrieron la tierra en un intenso paroxismo, pero ni un solo ser resultó herido, pues la bondad inmensurable de un rey tan viejo como el tiempo no permitiría tal destino para quienes siente tan cerca. Había sucedido algo increíble, la Tierra se volvió su coraza, dándole a esta fuerte voluntad un nuevo propósito y un nuevo fin.

La Luna se encontraba observando todo lo que ocurría y sentía que se estremecía entre el vaivén de las olas en las playas, el correr de la lava y los metales, el fragor de la brisa y de los mares, y la fuerza de la ventisca y de los temblores que recorrían intensamente la Tierra; y supo, al mirar con aquel acostumbrado amor, cuando aquel planeta al que había dedicado su existencia devolvió con una mirada todo lo que en todos los eones ella había entregado, que aquello que había pedido por tanto tiempo era ahora una realidad, y que su amor sería un idilio sin fin en un universo solitario, conocido por pocos seres capaces de ver más allá de las tres dimensiones y de viajar por mundos y sueños. Todo por encima de la pequeñez de los terrestres, pero todos ellos conectados en un amor tan eterno como el tiempo mismo.

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