Jack sólo quería una flor, una sola; pero ninguna floristería parecía poder cumplir su pequeño encargo. Cuando iba a aquellos coloridos edificios perfumados le ofrecían enormes arreglos, le preguntaban si eran para una boda o un difunto, le hablaban con jergas incomprensibles y apiñaban contra sus fosas nasales flores de mil formas, tamaños y olores, pero no una, no la flor que buscaba.
Jack estaba por rendirse, hasta que un día, cuando se dirigía a otra floristería pues no perdía la esperanza de encontrar lo que buscaba, un empleado sacó una tímida flor y la arrojó a la basura. Jack había sido el mejor atrapando todo tipo de cosas desde la secundaría. Se lanzó a por ella a una velocidad que dejó boquiabierto al empleado, a unas señoras que entraban y a un pequeñísimo ratón que observaba la escena estupefacto.
¡Esa es mi flor!, gritó Jack cuando ya la tenía en sus brazos. El empleado actuó como si desconociera el idioma en el que Jack se comunicaba, dándole la espalda y volviendo a su rutina tediosa de florista, con una duda insignificante, muy insignificante, sobre lo que había visto y no
llegaba a comprender.
Jack estaba feliz, la flor para su amada Trigal estaba con él. Y no es que Jack tuviera extrañas desviaciones que le llevaran a enamorarse de una gran plantación o “harem” de trigo, sino que el objeto de su adoración había sido nombrado de esa manera por su madre, que había soñado el curioso nombre. Algunos le llamaban Trigo. Otros, más creativos, le llamaban “hija de la tierra”, “hija del panadero” y muchos otros, en una especie de batalla campal en busca del sobrenombre más descabellado.
Trigal era como su nombre: fresca, sencilla y natural, además de otras virtudes que aún no se comprueban en los trigales o en cualquier tipo de sujeto vegetal, como inteligente, simpática, maternal, excelente conversadora (este sí que no se ha comprobado) y nutritiva (libre a la interpretación del lector). El hecho es que, para hacerla sonreír, Jack buscaba una flor, una sola, que cumpliera con los requisitos, que se pareciera a su querido tesoro.
Jack fue al hogar de Trigal, la llamó y escondió de manera pertrecha la flor a sus espaldas. Trigal emergió del interior como de una cueva, acostumbrando los ojos a una luz nueva y diferente. Jack se acerco y le doy su acostumbrado beso, y entonces: ¡ta-dá! Sacó el regalo de su escondite mal confeccionado y se lo entregó a su dueña legítima.
Trigal observó el regalo con sus grandes ojos marrones bien abiertos, como si lo escaneara, o por lo menos sus ojos brillaban como si lo hiciera, y la tomó con elegante parsimonia. La acercó a su nariz y percibió el aroma, entonces miró a Jack y sonrió.
Jack estaba feliz, eso era todo lo que había deseado. Trigal, por otro lado, pensaba en lo idiota que era Jack, en lo idiota que era SU Jack. Sólo de ella, como la flor única que él le regaló y que guardaría amorosamente junto a todo lo que le había regalado. Trigal sabía que todos ellos eran, más que costosas cenas, relojes o prendas, muestras supranaturales de que Jack la amaba.
Y vivieron felices para siempre, excepto cuando no lo estaban; pero aún en esos momentos se tenían el uno al otro y, gracias a eso, podían ser felices de todos modos.
Çe fini