Llevo pocos meses trabajando en un desvencijado edificio de
oficinas en el que los ascensores son antiquísimos modelos de la segunda
guerra mundial, con un inscesante rechinar que parecía informarnos,
ruidosamente, sobre su posible defunción. De estos dos modelos había uno
que solía atascarse, sin razón aparente y por tiempo indefinido, en el
segundo piso, como si quisiera aferrarse a él y no pasar a los próximos
niveles.
El extraño "amorío" entre el ascensor más viejo y el
segundo piso creaba grandes contratiempos para los inquilinos y
empleados, ya que ambos elevadores pertenecían a marcas y épocas
distintas y trabajaban con sistemas individuales, haciendo la espera
infrecuente y molestosa, en especial cuando éste se detenía
indefinidamente en el piso dos.
A mí, en lo personal, esto me parecía algo peculiar e
interesante, como encontrar algo brillante en la arena, ver que no era
nada de valor, pero igual pensar que valió la pena haberlo visto.
Muchas veces vi desde el primer o último piso (éste era en el que
trabajaba) aquel arcaico medio reloj detenerse en el número dos y
olvidarse del mundo, tal vez buscando un merecido reposo tras horas de
trabajo especializado.
Me imagino, incluso y tal vez por la más infantil de mis
capacidades analíticas, que el amor nació entre estos elementos
arquitectónicos, o que tal vez en ese piso habita algo que mantiene
unido hasta este día los pesados tornillos de aquel elevador anciano.
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Aquel día
no tuve problemas al llegar. Encontré un buen sitio para aparcar,
ligeramente alejado, pero especialmente pensado para aprovechar el cruce
de una importante avenida de la ciudad.
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