Algunos rehuyen del sol, otros lo miran fijamente demasiado tiempo y pierden la visión, yo le conocí directamente, en un cuerpo de carne, caminando con elegantes pasos sobre tramas regulares y escaleras que ya no recorre, ni recorro yo.
"Ella" contenía justo detrás de su esternón a la estrella más importante de nuestro sistema solar, y eso no le evitaba preocuparse por cosas mundanas, características de los seres vivos con los que ahora compartía y de los que se había vestido para conocer en esta ocasión el tercer planeta desde sí misma.
Tomaba clases en la universidad, me imagino que buscando conocer bien a los pequeños humanos. Allí fue que me la encontré, y al principio no sospeché nada, pero lentamente noté los rasgos distintivos de un astro solar: un brillo natural e intenso; la acción invisible de la gravedad, atrayéndome; ojos color sol, con resplandores ígneos que se clavan en tu alma y te cambian; una sonrisa que iluminaba los espacios de esquina a esquina, y que llegaba con fuerza a lo más recóndito de tu ser, eliminando la oscuridad en ti.
Así pasé unos meses observando, notando estos detalles, comprobando que mis sospechas eran ciertas y que estábamos ante una estrella caída, y que esperaba no fuera fugaz. Y mientras más la observaba más me enamoraba de ella, porque esa es la naturaleza humana, porque el calor de esa estrella me había devuelto los sentidos.
No era una persona muy inteligente, al menos no en todas las cosas, y especialmente no en relaciones humanas, imagínese en relaciones extraterrestres, así que mi primer y único plan fue el de dejarme llevar de la gravedad y seguirla, como un planeta prófugo, en órbitas elípticas que tarde o temprano me dejasen interceptarla y declararle mi amor, y como bruto al fin, en cada giro y cada vuelta pregonaba una y otra vez mis sentimientos, y una y otra vez, desde la distancia, era rechazado mi empeño, pero no completamente... Guardaba y no perdía una refulgente esperanza.
Al final nos estrellamos el uno con el otro, en una zona solitaria de la galaxia, y mis humildes ruegos fueron escuchados, bajo una mirada de luz dulce, con esquirlas de los huesos de mi desesperanza, bajo aquel calor veraniego, y en la espera fulgurante mi corazón y mis costillas se encendieron en llamas que no se apagarán nunca. En ese lugar, en ese momento, cambió todo...
Porque una sola palabra, bien cortita, puede cambiar galaxias de lugar, planetas de óbita, romper átomos, crear vida. Y así pasó, en ese mismo orden.
Así nació Brío.